Desde sus inicios, el trabajo de Héctor Velázquez se centra en la exploración del cuerpo como unidad de sentido y en el cuestionamiento de los límites de la identidad individual y la integración de los sentidos, poniendo en tela de juicio los fundamentos de la estética simbolizada por el “hombre de Vitrubio” de Leonardo da Vinci. Interroga el papel de los sentidos en la construcción de la experiencia humana, a la vez jugando con ellos de modo metafórico en su iconografía y apelando a ellos en un sentido muy físico. Asimismo, su trabajo escultórico busca entablar un diálogo con concepciones del cuerpo de otras épocas, figurando las relaciones genealógicas y afectivas en términos de compartir o imbricar cuerpos.
La primera vez que vi una obra suya –aunque sólo después la identifiqué con su trayectoria y su autoría– fue en 1993, en la casa de la calle Temístocles número 44, en Polanco, que se prestó de manera temporal para una serie de exposiciones colectivas de instalaciones de artistas jóvenes. En la cocina, de una apertura en la pared (que en su origen era el pasaje a otras habitaciones), emergían múltiples bolsas de tierra, como si no pudieran contenerse, invadiendo el espacio cotidiano; a la vez, representaban una intrusión fálica en el entorno tradicionalmente femenino y un acto de inversión de la ocupación espacial codificado por los roles convencionales de género. El marco arquitectónico expulsaba la tierra contenida por bolsas de nailon, como si se tratara de una especie de orificio corpóreo. La obra –efímera, y que pervive hoy sólo en documentación fotográfica– remitía al tacto y al movimiento, a la energía y al impulso, aún con elementos muy sencillos. Recordaba las transformaciones feministas de Womanhouse –protagonizadas por Judy Chicago y Miriam Schapiro– en los años setentas, que daban forma plástica a la experiencia femenina, aunque en la obra de Héctor Velázquez, más que enunciar la diferencia sexual y articular sus manifestaciones sociales, se trataba de una transgresión y cuestionamiento de estos límites, una insatisfacción y un desafío hacia las dicotomías, que marca su producción hasta la fecha. Frente a la manipulación cerebral de los preceptos e iconos del arte conceptual masculino (Duchamp, Smithson) por sus colegas generacionales en el mismo espacio, llamaba la atención el abordaje protagónico de la corporeidad en la obra de este artista.
Ciertamente, su proceso creativo desde los noventas remite a la añoranza de la unidad del cuerpo infantil con el de la madre, del dolor de la escisión que da término a la etapa en que el cuerpo humano forma parte de otro, donde la separación del otro no existe, donde el estatuto dicotómico de los sexos y los cuerpos masculino/femenino no opera. Otra obra temprana de Velázquez, Aparatos eléctricos para vivir, expresa con claridad y cierta ironía este deseo, al compaginar una imagen fotográfica idílica de madre e hijo (con la idealización estereotipada propia de la publicidad) con una representación de su propio cuerpo, portando una creación extraña –un traje blanco que fusiona el atuendo del buzo y el del médico (el que penetra las profundidades acuáticas y el que mantiene una distancia científica)– que exterioriza un sistema de circulación de sustento vital, una suerte de cordón umbilical que facilita la autonomía del cuerpo y a la vez pone de relieve su estatus ficcional. Charité, de 1995, presentada en la exposición Las transgresiones al cuerpo en el Museo Carrillo Gil, en 1997, subraya el interés del autor en esta metáfora de la medicina y sus aparatos como vehículos que sostienen y a la vez producen un proceso de enajenación del cuerpo visceral.
Otros trabajos de Velázquez de los años noventas crean un extraño matrimonio entre el performance y el land art, reforzando una relación metafórica entre el cuerpo y el paisaje que resulta fundamental para su producción posterior. En una obra realizada durante sus estudios de escultura en Stuttgart, literalmente envuelve su cuerpo en bolsas de tierra, que recuerdan a un intestino gigante, sugiriendo de nuevo una inversión de la relación entre lo de adentro y lo de afuera, lo visible y lo invisible, otro elemento que perdurará y se desarrollará en su trabajo subsiguiente. A la vez, en esta obra, la relación afectiva de cierta ambigüedad entre el cuerpo humano y su “envoltura” –¿lo abraza?, ¿lo estrangula?, ¿funciona como prótesis o como parásito?–, introduce el tema de la monstruosidad y la mutación, que se despliega con sutilidad como eje expresivo en el proceso de investigación plástica de Velázquez.
La serie Cabinas (2002) es en particular elocuente en este sentido: una cabeza con los ojos cerrados o hundidos se conecta con una boca, o con dos orejas. En ella se descompone en partes al cuerpo y se recomponen los elementos más ligados con el ejercicio de los sentidos y la expresión para crear una especie de máquinas que desplazan el proceso perceptivo-comunicativo. En cambio, en la serie titulada Topografías (2003), donde múltiples manos se reúnen para conformar “paisajes”, se transgrede y se desafía la integridad y el aislamiento del cuerpo humano, recalcando su vinculación con su contexto natural-material y con otros cuerpos; se busca resurcir su integración originaria con otros y a la vez se subraya el carácter utópico, fantasioso, de tal posibilidad. La sinécdoque, la parte que simboliza la totalidad, es aquí el vehículo para producción de sentido.
En los mismos años, las series Gritos y En silencio (ambas de 2002) hacen referencia a la producción y recepción corpórea del sonido, apelando a nuestra identificación fenomenológica con las representaciones. En la primera, bocas abiertas, flanqueadas por nariz y mentón, emergen de globos de color carmín que, suspendidos en el espacio y desvestidos de un sentido dialógico, llenan el vacío –simbólicamente– con expresiones sonoras de desahogo y desesperación. En cambio, en En silencio, los bustos –de diversos colores y poses de contemplación, con sus ojos cerrados y sus oídos invertidos hacia el interior de la cabeza– producen una cierta armonía energética alusiva a la danza y la comunicación no-verbal. El manejo, en un mismo periodo, de tales contrastes y constantes expresivos, refleja una exploración multifacética que empuja los límites del cuerpo como vehículo de significación escultórica. Con una ligera alteración de gestualidad, interrelación y color, por ejemplo, las cabezas estilizadas y desincorporadas de Gritos se reconfiguran como Beso, evocando emociones aparentemente opuestas de deseo e identificación, o en Células para la memoria (2004), donde las bocas se unen, como las manos en Topografías, para sugerir unión a la vez neurobiológica y espiritual, completando un ejercicio semiótico-artístico ejemplar.
El manejo de la técnica, en la obra de Velázquez, y su digresión de las técnicas escultóricas convencionales, establece una relación distintiva, también, con el tiempo, la historia y el mito. Desde 2002, su trabajo combina el moldear (actividad del dios-hombre de la tradición judeocristiana) con el trabajo con estambre, asociada por lo general –en la tradición de Occidente– con las labores femeninas. Retoma la técnica de los tableros huicholes, los nierika –representaciones cosmogónicas en estambre elaboradas por los curanderos, chamanes o sacerdotes (mara’kames)– y retoma también su ejemplificación del derecho del hombre al hilo, al estambre, a la actividad de hacer emerger lentamente –y en una vivencia temporal y táctil ajena a la aceleración moderna y la intervención decisiva o abrupta– una forma, un sentido. A la vez, recuerda –en la tradición occidental– a Penélope de la Odisea, que tejía y destejía un sudario para distender el tiempo mientras esperaba el regreso de su esposo Odiseo de la guerra y para ahuyentar a otros pretendientes, manteniendo así su fidelidad, su unidad marital. Recupera un tiempo mítico, el tiempo de ciertas manifestaciones artesanales, en su carácter de proceso, casi ritual, acentuando la hechura manual del arte en una obra que, además, toma con frecuencia a la mano como motivo y como referente. La disposición significativa de la línea que define su técnica, establece y fortalece una correspondencia conceptual entre la escultura, el dibujo y la escritura.
El proyecto Xipe Tótec (2002 al presente) reúne de manera más compleja varios de los elementos señalados anteriormente, vinculándolos con el tema del dios de la siembra del maíz, a la vez una de las divinidades de la guerra, de la cultura y el arte prehispánicos. Retoma, reinterpreta y reformula, desde una perspectiva contemporánea, el rito de la primavera en el que se realizaba una ofrenda a Xipe Tótec, en cuya conceptuación la sangre es algo que rejuvenece y renueva la tierra, al hombre, a la sociedad y al dios mismo. En la ceremonia en honor a Xipe Tótec, el tlacaxipehualiztli (“desollamiento de hombres”), realizada al sembrar el maíz, se llevaba a cabo un sacrificio, y el sacerdote desprendía la piel del inmolado para vestirse con ella durante veinte días, simbolizando la renovación de la tierra con el inicio del ciclo agrícola. Más que retomar de modo directo las representaciones artísticas de “Nuestro Señor el Desollado”, Velázquez traslada este concepto de un plano cosmológico a uno íntimo y subjetivo, reflejando la imbricación de las identidades de personas cercanas con el suyo –el tomar o habitar otra piel–, de tal manera que se manifieste físicamente la importancia del “otro” en la construcción de la identidad “propia”, el enriquecimiento y fertilización del “yo” al desprenderse de su aislamiento físico y espiritual.
En las primeras obras de esta serie, las manos y los rostros son de nuevo protagónicos; los fragmentos del cuerpo del autor se vinculan con los de sus interlocutores para formar un solo cuerpo escultórico, y predominan tonos rojos y morados, en aparente alusión a la simbología de la sangre como elemento renovador. Los pares de manos –que hacen eco de un elemento característico de la representación de Xipe Tótec (por ejemplo en el Códice Borbónico)– se entrelazan en diferentes configuraciones gestuales, sugiriendo la distinta naturaleza del diálogo identitario en cada caso: compartición, protección o anhelo de este último. En el caso de los rostros, uno contiene al otro, y los ojos “abiertos” de la figura exterior son “habitados” por los ojos cerrados del artista, en una fusión simbólica de la mirada y la conciencia. Nuevamente, como en la serie En silencio, el acento recae en la vuelta de la visión hacia el interior, contrario al paradigma ocular que domina la era contemporánea occidental. La obra hace eco del concepto de la renovación continua simbolizado por Xipe Tótec, como lo expresa Paul Westheim: “el concepto de lo eterno desaparece por completo ante el de la dinámica del nacer y perecer, que no sólo es manifestación de la fuerza motriz creadora, sino que informa la interpretación de todo acaecer cósmico”.(1) Esta primera parte de la serie Xipe Tótec fue expuesta en el Museo Etnográfico de Berlin en 2004, recalcando el diálogo que establece con las representaciones prehispánicas del dios; a pesar de su distancia ideológica y evidente distinción formal, se unen en la integración del “otro” al “sí mismo”, para fines de renovación espiritual y social.
Después de haber elaborado ese grupo de obras en las que comparte la piel de diversas personas cercanas, Vélazquez ha retomado el tema en una segunda etapa de la serie: otras piezas en las que la piel se abre y se convierte en una superficie para la elaboración de diseños que a la vez recuerdan el camuflaje del ejército estadounidense y los patrones de follaje favorecidos por los pintores prerrafaelistas ingleses, cuya obra indaga en la vinculación del ser humano y la naturaleza. La imbricación mitológica de opuestos y semejantes, en la cosmología nahua, sirve como referencia para una exploración que ha tocado no sólo fuentes antiguas sino fantasías de la ciencia ficción, en su proceso de interrogación del límite de lo propio, en términos físicos y conceptuales. Como Gerardo Suter en sus fotografías e instalaciones multimedia de los años ochentas y noventas, Velázquez resignifica y desacraliza, desde el cuerpo contemporáneo, la simbología del arte prehispánico, resaltando las implicaciones subjetivas y actuales de un acervo iconográfico y simbólico que se había manejado tradicionalmente en el arte mexicano moderno como un pasado “clásico” distante.
Así, Velázquez manifiesta el deseo de crear otro corpus simbólico y de romper con la separación conceptual de las tradiciones mesoamericanas y las occidentales. Esto último remite a un deseo manifiesto desde el romanticismo, un cierto orientalismo evidente en las primeras exploraciones y representaciones arqueológicas. No es casual, seguramente, el hecho de que estas inquietudes surgen en un artista mexicano que recibe su formación en Alemania, cuna del romanticismo, y cuya relación con ese país –tanto en lo artístico como en lo personal (su pareja es alemana)– ha sido continuo. Las relaciones transatlánticas y transculturales implican también un proceso de confrontación con “el extranjero en uno mismo” –como diría Julia Kristeva(2)– y la reformulación de identidades asumidas que devienen conscientes en objetos de problematización.
En esta segunda parte de la serie, la obra escultórica de Velázquez adquiere una mayor dimensión pictórica, desarrollándose principalmente en un plano bidimensional, aun cuando mantiene su importancia el relieve y la textura. La piel abierta –asociada aunque no conectada con su cabeza, manos y pies– se trabaja en zonas de verde, café y negro, acentuando el aspecto del ritual prehispánico que alude a la renovación de la naturaleza y de la tierra. Destaca la vulnerabilidad de esos “retratos abiertos” y el carácter incompleto, o en proceso, de la integración de los cuerpos con su contexto natural: áreas de negro –mayores en unos casos que en otros– ceden lugar a tonos de follaje en los bordes de las figuras. Remiten a un trabajo anterior en cerámica, Escultura para una guía personal de jardines (2001), realizada durante la primera de dos residencias artísticas en Banff, Canadá, que inicia tal exploración de la forma de la piel abierta; en las obras más recientes de la serie, Velázquez retoma nuevamente la cerámica, la tierra como material, para intervenir de manera más gestual y expresionista, superficies que remiten a la piel desollada, como si deseara hacer literal, y no sólo metafórico, el proceso de reintegración de su obra al contexto natural. Asimismo, este “regreso a la tierra” sugiere a la vez un recuerdo del protagonismo de dicho material en su obra temprana, recalcando un carácter cíclico que hace eco de la narrativa simbólica de la mitología nahua.
Así, el desdoblamiento del cuerpo y su inversión y reformulación en la obra de Héctor Velázquez, adquieren múltiples manifestaciones que confirman la fertilidad y polisemia del vocabulario conceptual y formal que pone en juego en su producción, augurando una continuada riqueza en las exploraciones que desata.
notas a pie de página
(1) Paul Westheim, Arte antiguo de México. México, Era, 1977, p. 42.
(2) Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos. Barcelona, Plaza y Janes, 1991.